90 años del voto femenino en España: significación, consecución y vigencia

16 noviembre, 2023
voto femenino Mujeres ejerciendo su derecho a voto en Eibar (noviembre 1933) | Foto: Indalecio Ojanguren – Departamento de Cultura de la Diputación Foral de Gipuzkoa

Hace noventa años se aprobaba el voto femenino en España. Este aniversario ha dado lugar a distintos actos conmemorativos, pero también puede servirnos para reflexionar sobre su significación, consecución y vigencia. El camino histórico fue muy largo y estuvo estrechamente ligado a la lucha colectiva por la igualdad y la ampliación de derechos y deberes. El primer referente tendríamos que buscarlo en la pionera Olympe de Gouges (1748-1793), autora de la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, en respuesta a la exclusión femenina de los grandes manifiestos de la Revolución Francesa. Pero las demandas mejor articuladas tuvieron lugar coincidiendo con la expansión del sufragio masculino —primero, censatario (según renta); y, después, universal— durante las revoluciones liberales. Las sufragistas anglosajonas fueron, sin duda, el referente icónico de aquellos años, hasta el punto de aparecer en una de las canciones iniciales de Mary Poppins: Sister Suffragette.

En España, las demandas no fueron escuchadas durante los gobiernos de la monarquía liberal borbónica, pero, sorprendentemente, sí que hubo una «finta» durante la dictadura del general Miguel Primo de Rivera. Así, la ley municipal de 1924 reconocía parcialmente el derecho a voto de la mujer: tenían que ser mayores de edad (23 años o más), no tuteladas por ningún hombre o por el Estado; si eran solteras, tenían que ser cabezas de familia; y en ningún caso podrían ser prostitutas o podían modificar su estado civil. Según tanto los coetáneos como los historiadores, esta «revolución» no venía dada por la convicción o por la generosidad, sino por el cálculo político, que buscaba una mayor consolidación del régimen autocrático, convencidos de la existencia de un mayoritario sesgo conservador femenino.

Pero la «finta» nunca se hizo realidad, ya que la ley decayó antes de poder celebrarse elecciones, y tampoco las reformas posteriores entraron en funcionamiento a tiempo. Por lo tanto, el voto activo (introducir la papeleta en la urna) quedó en simple anuncio. En cambio, el voto pasivo (ser elegida por estas mismas urnas) sí que se produjo, incluyendo el nombramiento de la primera alcaldesa de España, Matilde Pérez Mollá (1858-1936) en Quatretondeta. Con cuentagotas, en los años siguientes se fueron sumando alcaldesas en algunos otros pequeños pueblos, pero hasta 1969 no encontramos a una mujer al frente de un consistorio principal, con Pilar Careaga en Bilbao.

Recuperando el hilo histórico, la decepción por la promesa no cumplida alimentó nuevas reivindicaciones de los derechos de las mujeres a finales de los años veinte del pasado siglo. La proclamación de la Segunda República generó grandes esperanzas, dada la apuesta de las nuevas autoridades por desplegar una nueva oleada de derechos sociales, civiles y políticos. La sorpresa fue descubrir lo divisiva que era la cuestión dentro del Parlamento republicano, con posiciones contrapuestas en lo ideológico, pero también en el seno de los partidos de izquierdas previsiblemente favorables a esa ampliación de derechos.

Clara Campoamor, referente en la defensa del voto femenino

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Clara Campoamor | Foto: Virgilio Muro (1891-1967)

Seguramente, quienes mejor ejemplifican este inesperado y contundente debate son las figuras de las diputadas —el voto pasivo era reconocido, el debate era sobre el voto activo— Clara Campoamor, Margarita Nekkel y Victoria Kent (representantes del Partido Radical, el PSOE e Izquierda Republicana, respectivamente). Campoamor destacó como defensora del sufragio femenino: «Precisamente porque la República me importa tanto, entiendo que sería un gravísimo error político apartar a la mujer del derecho del voto».

En cambio, Nekkel y Kent se posicionaron en contra, o, mejor dicho, eran partidarias de retrasar su aprobación. Tal como había hecho antes la dictadura primoriverista, también ellas creían que las mujeres eran más conservadoras y más influenciables por una Iglesia católica mayoritariamente contraria a las ideas republicanas. Que la derecha anunciara su voto a favor incrementó aún más la resistencia en algunos sectores de izquierdas. Otros argumentos contrarios optaban directamente por la descalificación con los machistas tópicos habituales sobre histerismo o falta de capacidad intelectual, o propuestas peregrinas como retrasar el voto hasta la menopausia.

Finalmente, el 1 de octubre de 1931 se reconocía el sufragio universal a los mayores de 23 años, sin distinción entre hombres y mujeres. España se convertía, por sorprendente que parezca, en uno de los primeros países en aprobarlo (abrieron juego en Nueva Zelanda en 1893 y, más tarde, en Finlandia en 1907). Entre los 161 votos a favor encontrábamos a los diputados del PSOE —a excepción de Indalecio Prieto y sus seguidores—, los republicanos catalanes, los federalistas, los progresistas y los galleguistas, y a la derecha. En cambio, entre los 121 en contra estaban los representantes de Acción Republicana y los republicanos radicales y radicales-socialistas. No deja de ser revelador que la mayoría de votos, 188, fueran abstenciones.

Con todo, este derecho no pudo ejercerse hasta el 5 de noviembre de 1933, en Eibar, a raíz del referéndum autonómico del País Vasco; mientras que las primeras elecciones generales con participación femenina completa fueron las del 19 de noviembre de ese mismo año. Se calcula que unos siete millones de mujeres se acercaron a las urnas y, por lo tanto, participaron del cambio de mayorías: del centro-izquierda al centro-derecha. Estos resultados se han presentado a menudo como la prueba definitiva del acierto de los temores de Nekkel y Kent.

Sin embargo, correlación no implica causalidad. Por un lado, en febrero de 1936 se impuso el Frente Popular y las mujeres también votaban. Por otro, los estudios más serios demuestran que las causas últimas de los resultados de 1933 hay que buscarlas en la desmovilización de las izquierdas, en la concentración de voto de las derechas y en la normalización de la participación una vez superado el sobresalto de 1931. Y es que, como afirma la historiadora Susana Tavera, la actitud electoral de las mujeres fue «similar a la de los hombres».

Por desgracia, la Guerra Civil y la posterior dictadura acabaron con el sufragio universal democrático para todo el mundo. Este derecho no se recuperaría hasta las elecciones generales de junio de 1977, cuando se dejó atrás el régimen franquista. De hecho, «democracia» suele ilustrarse con esta poderosa imagen: el derecho a voto de toda la ciudadanía mayor de edad. Con todo, este icono ha sido y es frágil.

El sufragio femenino, un derecho a proteger y ejercer

Por un lado, en muchos países considerados avanzados se impidió el voto a parte de la población hasta bien entrado el siglo xx. En Suiza, pese al activismo recogido en el film El orden divino, las mujeres no pudieron votar hasta 1971, y en un cantón concreto lo aplazaron hasta 1990…; mientras que, en los Estados Unidos, hasta la Voting Rights Act de 1965 no se persiguió la discriminación respecto de los derechos de los afroamericanos (mujeres y hombres). Por otro lado, en algunas democracias sigue siendo difícil ejercer el voto, ya sea por un retroceso de los derechos civiles y políticos, porque se desalienta a hacerlo o porque se ponen nuevas trabas. En resumen, del mismo modo que, dada su relevancia —simbólica y jurídica—, hoy recordamos y conmemoramos el nonagésimo aniversario del reconocimiento del derecho a voto a las mujeres españolas, debemos tener presente que este no es irreversible y que merece la pena protegerlo y ejercerlo.

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Autor / Autora
Profesor de los Estudios de Artes y Humanidades y director del máster universitario de Historia del Mundo Contemporáneo
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