9 de mayo: ¿Tiene Europa algo que celebrar?

9 mayo, 2019

Cada 9 de mayo se celebra el Día de Europa, en recuerdo a la Declaración Schuman de 1950, en la que el ministro francés de exteriores, Robert Schuman, dio el primer paso para la integración de los estados europeos al proponer que el carbón y el acero de la República Federal de Alemania y Francia (y los demás países que se adhirieran) se sometieran a una administración conjunta, impulsando la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), embrión de la actual Unión Europea.

Obviamente no podemos saber cómo sería Europa hoy si la integración no se hubiera llevado a cabo y también resulta difícil valorar si globalmente el proceso ha sido exitoso o no. Pero más allá de que, como todo proceso histórico, el europeo presenta luces y sombras y que a menudo tendemos a ver más las sombras que las luces, en mi opinión se puede afirmar que, en términos generales, de la Unión Europea «se esperaba más».

La crisis de la zona euro

La última crisis económica ejemplifica esta frustración. La llamada «crisis de la deuda de la zona euro», que tiene su origen en la persistencia de unos desequilibrios productivos en términos de productividad y competitividad no corregidos sustancialmente a lo largo de medio siglo de integración, ha puesto de manifiesto la baja eficacia institucional en la gestión macroeconómica de una situación que era previsible que se produjera en algún momento. Las políticas impuestas a los países más afectados, en la forma de devaluación interna y medidas de austeridad social, han supuesto una degradación del trabajo asalariado, el desmantelamiento de muchos servicios sociales, el empobrecimiento de una buena parte de la población y un sustancial aumento de las desigualdades.

Si no lo tenía claro antes, la conciencia entre la ciudadanía que estas medidas impuestas por las instituciones comunitarias han sido tomadas bajo la presión de los mercados financieros y de las élites económicas, ha profundizado su desvinculación «emocional» del proceso de integración europeo. Parece claro que los ciudadanos perciben cada vez más a la UE como un proyecto no hecho por ellos, que no está pensado para solucionar sus problemas, sino al servicio de los poderes económicos y de las grandes empresas a través de una estructura tecnocrática radicada en Bruselas.

¿A quién le interesa el proyecto europeo?

La consecuencia es que los ciudadanos europeos viven su relación con la UE de forma cada vez más conflictiva. Más allá de las dudas y temores que inevitablemente también produce una hipotética salida o desmantelamiento -más o menos traumático- de la Unión Europea, esta desvinculación con el proyecto político e institucional europeo se confirma en la medida en que cada vez que se pregunta directamente a la ciudadanía de los países de la UE, el proyecto europeo sale mal parado. Pasó en 1992, cuando se celebraron los referendos para la ratificación del Tratado de Maastricht, donde incluso en Dinamarca se tuvo que convocar un segundo referéndum para «corregir» el resultado del primero. También en Irlanda, en 2001, se tuvieron que hacer dos consultas para ratificar el Tratado de Niza. Y lo más sonoro, los resultados negativos de los referendos sobre la Constitución Europea, en 2005, en Francia y Holanda, después del primer «si» de España, tras los cuales no se realizaron más referéndums sobre la cuestión y el proyecto constitucional quedó aparcado.

A esto hay que añadir dos evidencias más: por un lado, el progresivo ascenso electoral de fuerzas políticas euroescépticas o directamente contrarias a la UE, en las diversas elecciones parlamentarias llevadas a cabo, especialmente en las más recientes, así como la caída de unos niveles de participación ya históricamente bajos, en las elecciones al Parlamento Europeo (en las primeras elecciones de 1979 la participación fue del 61,99%, en las últimas de 2014, del 42,61%).

Recuperar la identidad europea

Sólo con la recuperación del apoyo social es viable el proyecto político europeo. Y para ello, la Unión Europea debe avanzar en una doble vía: su federalización y su democratización. La consolidación de un «espíritu federal» deberá implicar la renuncia voluntaria y con conciencia de utilidad, a parcelas de soberanía que permitan, por ejemplo, la corrección de los desequilibrios productivos anteriormente mencionada a través de una Política Industrial diseñada y coordinada federalmente y ejecutada estatal y regionalmente. Por su parte, la democratización pasa por la creación de un «demos» europeo que, además de convertir a los ciudadanos y ciudadanas de la UE en protagonistas de sus instituciones y legitimadoras de sus políticas, contribuya a cambiar el marco mental de la sociedad y de las instituciones, superando hablar de los «intereses alemanes» o «italianos» y pasando a tomar en consideración los intereses de los «trabajadores europeos» o de los «pensionistas europeos».

(Visited 118 times, 1 visits today)
Autor / Autora
Profesor de Política Económica y Economía Mundial de los Estudios de Economía y Empresa y director del Máster Universitario en Análisis Económico de la UOC
Comentarios
Deja un comentario