La ciudad democrática: el político, el directivo público y el ciudadano

18 junio, 2013

Es habitual constatar en el debate cotidiano la existencia de ciertas confusiones sobre los conceptos que en una democracia se asocian a la figura del político. Si en épocas de bonanza dichas confusiones parecen coexistir sin tener más importancia, en épocas de crisis sociales y económicas suelen activarse amplificando dichas confusiones incluso hasta derivar en tentaciones pre-democráticas, ciertamente peligrosas y para nada deseables. La crítica deslegitimadora de lo político y de los políticos, en plural y sin más distinción, así como la apelación reiterada a una nueva etapa de “gestión”, simple o llanamente, donde la gestión pública sustituiría a la política, parece o bien un ejercicio bienintencionado pero lleno de ignorancia, o bien un ejercicio de mala fe destinado a promover fórmulas políticas muy poco democráticas. Éste artículo tiene como objetivo contribuir a ordenar y clarificar algunos conceptos básicos para el buen funcionamiento tanto de la democracia como de la gestión pública. 

Desde una perspectiva institucional, como es sabido, la democracia moderna basa su funcionamiento en el equilibrio proporcionado por la famosa división y la contraposición de poderes legislativo, judicial y ejecutivo, atribuida a Montesquieu. Para prevenir que una rama del poder se convirtiera en suprema, y para inducirlas a cooperar, los sistemas de gobierno que emplean la separación de poderes se crean típicamente con un sistema de checks and balances (controles y contrapesos). De éste modo, las reglas de procedimiento permiten a una de las ramas limitar a otra, por ejemplo, mediante el veto que el presidente de los Estados Unidos tiene sobre la legislación aprobada por el Congreso, o el poder del Congreso de alterar la composición y jurisdicción de los tribunales federales. 

Desde una perspectiva individual, de roles, se pueden identificar igualmente tres elementos clave para que el circuito democrático funcione de modo equilibrado, eficiente, legítimo y acorde con los tiempos que vivimos. Éstas tres piezas son: el político, el directivo público y el ciudadano. De la relación dialéctica entre el político, el directivo público y el ciudadano, de conflicto incluso, debe surgir el equilibrio que permite el desarrollo de la sociedad democrática. 

En primer lugar, tenemos la figura del político. Dicha figura es elegida democráticamente y asume la responsabilidad de la decisión de los proyectos públicos. El buen gobierno democrático se basa en la distinción entre los cargos o puestos reservados a los políticos y los cargos o puestos reservados a los trabadores públicos del Estado (sea su relación contractual funcionarial o laboral). La legitimidad de los políticos, por lo tanto, es democrática. No técnica. Ocupan sus cargos porque gozan de la confianza del presidente del Gobierno, del poder legislativo según los casos, quién a su vez tienen la confianza otorgada por el pueblo mediante elecciones. El político, con cargo público, dirige así la administración, pero no des de un punto de vista técnico sino político. La legitimidad no les viene dada, necesariamente por sus capacidades técnicas. Es, justamente, éste aspecto tan a menudo y habitualmente criticado, uno de los pilares de la democracia: cualquier ciudadano debe poder acceder a un cargo público. O dicho de otro modo, que los no expertos puedan dirigir a los expertos. En democracia todo ciudadano tiene el derecho de poder acceder a un cargo público, solo por el hecho de serlo. Y así debe ser. Los requisitos imprescindibles es ser ciudadano y respetar la legitimidad y ética democrática, al margen, por lo tanto, de sus mayores o menores calificaciones técnicas. 

Los políticos necesitan asegurar que las políticas públicas se cumplen de acuerdo con la voluntad popular y las leyes. Ellos no pueden hacerlo por sí solos porque no tienen porqué disponer del conocimiento experto necesario para dirigir operativamente (y aunque lo tuvieran no sería ese su rol). Necesitan para ello dirigentes de su confianza técnica y que tengan la idoneidad técnica para dirigir el cuerpo de trabajadores públicos. 

La legitimidad democrática del político y la legitimidad técnica del directivo público son muy distintas y, por lo tanto, el acceso a los cargos políticos y a los técnicos o de gestión debería ser muy distinto. Y decimos “debería”, porque es aún demasiado habitual la confusión entre ambos accesos. El directivo público debería acceder a su cargo mediante una selección de personal que valorase sus méritos profesionales y su idoneidad técnica para ejercer el cargo. Cuantas ofertas de directivos públicos podemos ver en los periódicos o webs de ofertas laborales? Todo parece indicar que la selección de personal tiene más que ver con la adscripción partidista que con la calificación por méritos. Es ésta falta de esta distinción en el acceso a unos cargos y a otros que acarrea la confusión entre partidos políticos y administración. Dicha confusión acaba generando la partidización de la administración. Prefiero llamar “partidización” antes que el más común politización porque, en mi opinión, el acceso a cargos directivos (no políticos) no intervienen tanto elementos ideológicos como, simple y llanamente, la adscripción fiel a un partido político. Las motivaciones intrínsecas de ésta adscripción, muy a menudo, tienen poco que ver con el interés político… Esta constatación explicaría la paradoja de tantas personas (jóvenes y adultos) muy interesados en la política que nunca han militado en un partido político. 

El problema, por la tanto, des de la perspectiva del político es que la confianza técnica se confunde con la confianza política, de modo que en muchos casos, los cargos son ocupados por personas de confianza “política“ (de partido), más allá de su formación y experiencia técnica. Sin embargo, este tipo de comportamiento nos parecería grotesco en otros ámbitos de la vida cotidiana: cuando uno acude a un abogado, a un médico o a un mecánico, a nadie se le pasaría por la cabeza elegirlo en función de su posicionamiento ideológico. Se busca un buen técnico capaz de solucionar problemas y proponer soluciones al problema legal, médico o del motor del coche. La decisión es del usuario, la propuesta debe venir del técnico experto. Porqué en la administración pública aún no ocurre así en muchos casos? 

Si nos adentramos en el ámbito del management público, debemos afirmar que, contrariamente a lo que debe ser en el ámbito político, aunque todo el mundo tiene a priori, el derecho, de facto, de acceder a los cargos directivos no todo el mundo puede acceder a un cargo directivo: debe demostrar capacidades técnicas al respecto

En una sociedad urbana, moderna y democrática, la administración local debe contar con directivos públicos que, de acuerdo con Mark Moore, actúen de modo profesional, éticamente y de forma responsable; que contribuyan con sus capacidades a que el sector público genere valor, siendo el proceso y su diálogo participativo con la sociedad civil el elemento central del valor creado, más allá de los bienes y servicios que produce la administración pública. 

Por ello, el directivo en una primera esfera, debe encargarse de obtener un mandato explícito y obligarse a su cumplimiento a través de una gestión estratégica, crear el máximo valor, revisar la misión, presupuestos e innovar cuando sea posible. En una segunda esfera, de gestión del entorno político, resulta fundamental obtener las autorizaciones de sus superiores políticos, el apoyo de otros directivos, la colaboración de grupos de interés, de los medios de comunicación y los recursos necesarios, construyendo las bases de  apoyo internas y externas, que permitan el establecimiento de un equilibrio de fuerzas del entorno político y que confieran legitimidad a su mandato. Por último, en una tercera esfera relativa a la gestión operativa, debe tratar de conseguir que la organización a su cargo actúe eficaz y eficientemente para lograr los objetivos y hacerse cargo con responsabilidad por los resultados alcanzados. 

Por último y en nombre de su ética y de su saber técnico, del conocimiento de los avances de la cultura urbanística y de la experiencia internacional, por su sensibilidad respecto a las herencias de la ciudad en la que trabajan y por su potencial creativo de reconocer tendencias e inventar futuros, los directivos públicos dedicados a la ciudad deben reclamar autonomía intelectual ante los políticos y los diferentes colectivos sociales, han de elaborar y defender sus propuestas asumiendo riesgos frente a las autoridades y “opiniones” públicas, y saber renunciar públicamente antes que traicionar sus propias convicciones. 

Finalmente, después del político y del directivo público, nos queda la tercera pieza: el ciudadano. El mejor control del circuito democrático es el que puede ejercer el conjunto de la ciudadanía mediante información más transparente y la multiplicación de las posibilidades de participación de todos los colectivos sociales. Para ello, es imprescindible la existencia de movimientos de doble dirección. Por parte de las instituciones, partidos políticos y el cuerpo funcionarial parece obvio que deben activarse tanto el marco legal y normativo que permita la fluidez de la participación ciudadana y/o política, como instrumentos concretos tipo los presupuestos participativos. Debe superarse el miedo a la participación con liderazgo: un liderazgo basado en hechos y no en discursos, en prácticas políticas y administrativas proclives a innovar en mecanismos participativos así como en el desarrollo de los ya existentes. 

Debe desarrollarse también el liderazgo cívico, ciudadano. Parafraseando una vez más a Jordi Borja, la ciudad debe conquistarse. La ciudadanía se adquiere ejerciéndola. El derecho a la ciudad debe ser también un deber de transformar el mundo. Especialmente, cuando los primeros y los segundos no cumplen adecuadamente con su cometido, los ciudadanos deben reforzar los fundamentos de la política, de la polis. Deben, una vez más, construir la ciudad. De la relación dialéctica entre el político, el directivo público y el ciudadano, debe surgir el equilibrio que haga funcionar operativamente, y de forma legítima, al sistema democrático. Por ello, cabe enfatizar tantas veces como sea necesario que, ante la crisis democrática, no cabe otra cosa que más democracia. Del mismo modo que ante la crisis de la política no cabe más que política. 

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Autor / Autora
Profesor colaborador en la asignatura Nueva economía urbana del Máster Universitario de Ciudad y Urbanismo. Politólogo y máster en Dirección pública. Consultor en gestión pública y economía social, cooperativa y colaborativa. rogersunyer.com / @rogersunyer / Linkedin
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