Vivir inmersos en datos: espacio urbano y redes

28 de mayo de 2014
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El sábado pasado tuvo lugar en el Auditorio de la Fundació Pilar i Joan Miró de Palma (Mallorca) una sesión de ponencias organizada por el colectivo de artistas AA:TOMIC bajo el título Cultura Digital Libre. En dicha sesión participamos, además de los organizadores, Olga Panadés, artista y miembro del colectivo británico Furtherfield, Aram Bartholl, artista y comisario, miembro del grupo F.A.T. Lab (Free Art and Technology Lab) y el autor de este artículo, en calidad de comisario e investigador en arte y nuevos medios. El encuentro fue organizado como preámbulo al taller que dirigirá Olga Panadés en los Talleres de Obra Gráfica de la Fundació Pilar i Joan Miró, titulado «Arquitecturas Invisibles y el Cuerpo como Sensor»que se centra en el uso de Arduino para explorar las oscilaciones eléctricas del cuerpo, las relaciones entre el individuo y su entorno, y finalmente hacer visibles las ondas electromagnéticas que emanan de los electrodomésticos por medio de diferentes tipos de sensores.

No existe el mundo «offline»

El título del taller de Panadés sugiere una particular relación con nuestro entorno, marcada por el uso de dispositivos digitales y la constante circulación de datos en una red que se extiende por una gran parte del planeta.  La primera constatación que podemos extraer de nuestra continua interacción con las redes de datos es que ya no se puede estar desconectado. Como indicaba, ya en 2007, el teórico Alex Galloway:

“Se supone que uno está conectado o no lo está. [Sin embargo, el] estado en la Red no permite ambigüedades […]Una manera de resolver la ambigüedad es estar «siempre conectado», aunque estés durmiendo, en el baño o inconsciente. Todos los discursos oficiales de la Red exigen que estemos conectados y disponibles, o bien desconectados y aún así disponibles.” [1]

Incluso cuando no estamos conectados a las redes sociales, no podemos consultar nuestro correo electrónico o leer los mensajes que llegan a nuestro smartphone, nuestros datos están siempre disponibles y por tanto otras personas (o robots) que no saben que estamos durmiendo, en el baño o inconscientes, siguen enviándonos mensajes o esperando nuestra respuesta. Esto crea, por una parte, una ansiedad generada por la expectativa de recibir estos mensajes o sentir la obligación de contestar o participar y no poder hacerlo. Por otra parte, nos lleva a aceptar que ya no existe una separación entre estar «conectados» y «desconectados» puesto que siempre tenemos en cuenta nuestra presencia en la Red o nos vemos afectados por ella. El teórico Geert Lovink indica que nuestra vida se desarrolla a partes iguales en el «espacio real» y en Internet, por lo cual no podemos considerar la conectividad como un aspecto puntual de nuestro día a día, sino una parte esencial de lo que supone vivir en una sociedad conectada, en la que para existir hay que mostrarse a los demás [2]. Como indica el artista Kim Asendorf: «offline es ese breve momento en que no puedes estar conectado.»

Al mantener una relación continua con las redes de datos, ya sea como productores o consumidores, podemos afirmar, como ya apuntaba Lev Manovich en 2002, que vivimos «inmersos en datos» [3]: tanto a nivel social, mental o físico, las redes intervienen en nuestro entorno cotidiano y nuestras actividades diarias. Este flujo de datos no hará sino aumentar, a medida que se desarrolle la posibilidad de conectar a Internet cada uno de los objetos que poseemos.

Desde 2009, se ha popularizado el término «Internet of Things» (IoT, el Internet de la cosas), que introduce Kevin Ashton en un artículo publicado en la revista RFID Journal. Ashton, quien afirma haber acuñado el término ya a finales de la década de los 90, indica que una de las limitaciones de Internet es que no dispone de información introducida sin mediación de las personas, información que podría ser suministrada por lo objetos que nos rodean. Esto abriría nuevas posibilidades:

 “Si tuviéramos ordenadores que lo supiesen todo acerca de las cosas (empleando datos conseguidos sin nuestra ayuda) podríamos localizar y contabilizar todas las cosas […] Sabríamos cuando algo debe sustituirse, repararse, o saber en qué estado está.
Necesitamos facilitar a los ordenadores sus propios medios para conseguir información, de manera que puedan ver, oír y oler el mundo por sí mismos” [4]

Este concepto es recogido y ampliado por la multinacional CISCO, que promueve la idea de un «Internet de todas las cosas» (Internet of Everything, IoE) y predice que en 2020, aproximadamente 37.000.000.000 de objetos estarán conectados a las redes de datos. Esto implica que existirán al menos 10 objetos conectados por persona, o 50 objetos conectados en cada hogar. Lógicamente, esto promete ganancias millonarias para empresas como CISCO, líder en redes de datos, y todos los proveedores de dispositivos y servicios vinculados a esta nueva red de datos entre objetos, máquinas y personas. Si bien la idea de dotar de cierta «inteligencia» a los objetos que nos rodean no es nueva (ya se puede encontrar en propuestas como la de Mark Weiser acerca de la computación ubícua, redactada en 1991), si lo es que todos estos objetos formen parte de Internet, lo cual amplia tanto las posibilidades como los riesgos de vivir en un mundo cada vez más conectado.

 

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Fotograma del film Lucy (Luc Besson, 2014)

La ciudad y el paseante

Sin duda nuestro hábitat actual son las ciudades, un hecho que se potencia a sí mismo al requerir nuestra sociedad que estemos conectados (tanto para trabajar como para nuestro tiempo de ocio) y ser el espacio de las ciudades donde mejor se cumple esta condición, gracias a las redes wifi y la cobertura 3G y 4G. Según un informe de CISCO [5], actualmente el número de residentes en ciudades aumenta en 60 millones cada año. Se estima, por tanto, que el porcentaje de la población mundial que vivirá en ciudades en 2050 será el 60%, lo cual supone que dicha población ocupará el 2% de la superficie habitable del planeta y consumirá el 75% de sus recursos. Además se calcula que en los próximos 10 años se construirán más de 100 ciudades de un millón de habitantes. Esto nos lleva a considerar qué supone vivir en una ciudad: las urbes no son sólo concentraciones de edificios, sino que actúan como auténticas máquinas de distribución de la población, que pese a tener libertad para desplazarse por ellas, ve sus movimientos restringidos a una zona precisa, delimitada por los lugares en los que reside, trabaja y lleva a cabo sus actividades de ocio.

El conocido ensayo del sociólogo Paul-Henry Chombart de Lauwe “Trajets pendant un an d’une jeune fille du XVIe arrondissement” de 1957 analiza los desplazamientos de una joven parisina durante un año y descubre que estos se limitan a una área muy reducida de la ciudad, en vez de abarcar amplias zonas de la misma, como se podría suponer. Guy Débord se interesó vivamente por este estudio y calificó el trazado de los movimientos de la joven como «un triángulo de dimensiones reducidas, sin escapatoria». El mismo experimento es repetido 53 años más tarde por el periodista Zachary Seward para un artículo publicado en el Wall Street Journal [6]: al igual que la joven parisina, el neoyorquino limita sus movimientos durante un año a la isla de Manhattan, con puntuales desplazamientos a zonas colindantes y al aeropuerto nacional. En un gráfico marcado por colores, los puntos más «calientes» son lógicamente su casa y su lugar de trabajo. La diferencia fundamental es que Seward realiza este experimento recopilando los datos de su perfil en la red social FourSquare, que permite compartir con otros la localización geográfica en cada momento gracias al GPS del smartphone. El historial de sus desplazamientos se realiza de manera automatizada, y puede ser un acto inconsciente, ya que es el dispositivo que lleva siempre consigo el que se encarga de registrar su posición.

La ciudad también se caracteriza por una progresiva privatización de sus espacios públicos. Hace ya 14 años, Naomi Klein denunciaba la desaparición de los espacios públicos, convertidos en espacios de consumo, en su libro No Logo: 

 “La unión de ventas y espectáculo que se observa en las supertiendas y los centros comerciales temáticos ha creado una amplia zona gris de espacios privados semipúblicos […] los centros comerciales se han convertido en la plaza principal de las ciudades.
Pero a diferencia de las plazas antiguas, que eran y siguen siendo espacios de discusión comunitaria, de protestas y de reuniones políticas, el único tipo de discurso que se permite en estos espacios es la charla sobre el marketing y el consumo.” [7]

Los centros comerciales determinan espacios en los que se puede transitar libremente, siempre que se lleven a cabo actividades de consumo en los lugares regulados para ello (ir de compras, comer o beber, ver una película). Como espacios semipúblicos, no permiten cualquier tipo de actividad que se podría dar de forma espontánea en la calle. Un buen ejemplo de ello son las flashmobs, acciones coordinadas por medio de sms o redes sociales cuyo fin era crear una situación improvisada en el espacio público. Estas acciones, que tuvieron su auge a principios de la década de 2000, se han convertido progresivamente en espectáculos publicitarios, de manera que han terminado por ser la forma de acto colectivo propio de los centros comerciales: una acción aparentemente espontánea que no es más que otra forma de lanzar una campaña publicitaria.

En la ciudad se multiplican así los espacios públicos de consumo, no sólo en los recintos comerciales, sino también en las calles. La proliferación de fachadas digitales (grandes pantallas de LEDs que cubren la parte exterior de los edificios) conduce a una mayor presencia de los anunciantes en los lugares que millones de personas transitan a diario. Según señala el colectivo de artistas VR Urban en su manifiesto Act on Hybrid Estates, estas pantallas conducen a la pasividad del ciudadano e invaden el espacio público con mensajes que responden a intereses privados:

«Es importante señalar que el espacio público se sitúa entre edificios no-públicos y que las superficies exteriores de dichos edificios (aumentadas digitalmente) son propiedad de los propietarios del edificio, pero quien las recibe es el público. Esto significa que la imagen (aumentada por medios digitales), la propiedad digital en la fachada de un edificio privado (propiedad inmobiliaria) es de ámbito público (propiedad híbrida). Por tanto, tiene que ser accesible a todos.»

Para contrarrestar el efecto que tiene la ciudad en sus habitantes, a los que dirige en sus movimientos y condiciona a moverse en espacios destinados al consumo, es preciso un trabajo de reflexión y una subversión de los sistemas que facilitan esta situación. Numerosos artistas centran sus proyectos en el espacio urbano y se sustraen a sus flujos de desplazamientos, como el flâneur descrito por Charles Baudelaire, «observador apasionado [que]… entra en la multitud como en un inmenso depósito de electricidad» [8]. Observando los flujos y las dinámicas de la ciudad, los artistas también revelan esa ciudad invisible formada por redes de datos, que a su vez muestran mucho más de lo que dejan ver las calles.

 

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Olga Panadés, Ghost in the Kitchen (2013)

Mostrar lo invisible

La artista Olga Panadés centra su trabajo en la sutil comunicación entre el cuerpo humano y su entorno, tanto a nivel de las ondas electromagnéticas que emanan de los electrodomésticos como de la radiación solar. En The Ghost in the Kitchen (2013) crea una instalación que permite al espectador observar las ondas de ionización que la radiación solar causa en nuestra atmósfera. Una antena capta estas ondas y las traduce en datos que interpreta un ordenador, el cual genera una proyección en la pared que hace visibles las fluctuaciones eléctricas de la ionosfera. Los espectadores pueden marcar en la pared la posición actual de una barra que varía en altura en función de dichos valores, registrando a lo largo del día la curva que describe los efectos del sol en nuestra atmósfera.

La instalación de Panadés ejemplifica la manera en que aspectos invisibles de nuestro entorno pueden hacerse presentes gracias al uso de tecnologías asequibles y por medio de un formato de visualización de datos. En el mismo sentido, Clara Boj y Diego Díaz han desarrollado durante años diversos proyectos centrados en hacer visibles aspectos ocultos o ignorados del espacio urbano, por medio de dispositivos de geolocalización y Realidad Aumentada. Entre sus proyectos recientes cabe destacar Observatorio (2008-2011), una instalación que traza la presencia de redes wifi en una ciudad y la presenta por medio de un dispositivo similar a unos binoculares en el que las diferentes redes se muestran superpuestas a la imagen real de la ciudad. Trabajando también con las redes wifi, los artistas Varvara Guljajeva y Mar Canet han creado varios proyectos en la ciudad de Seúl, en los que exploran el potencial de estas redes como territorios invisibles y como recurso narrativo: en Revealing Digital Landscape (2013) elaboran una lista de las redes wifi existentes en la ciudad, indicando su posición y nombre, lo cual permite observar las denominaciones que los usuarios dan a sus redes o bien el dominio que una determinada empresa tiene del espacio digital de la ciudad a través de las redes de sus clientes. La posibilidad de crear una narrativa a través de los nombres de las redes (que sólo vemos cuando buscamos una red para acceder a ella) es desarrollada por los artistas en Wireless Poetryuna pieza que cambia regularmente el nombre de una red wifi sustituyéndolo por un fragmento de un poema de Eduard Escoffet. El poema se va mostrando en cualquier dispositivo que busque una red wifi, que se convierte en soporte de una expresión artística. Guljajeva y Canet también han llevado la reflexión acerca de las redes y el espacio urbano en la pieza Rhythm of Sao Paulo, una intervención en la fachada digital del edificio FIESP en la metrópolis brasileña. En este caso, el edificio muestra la gigantesca imagen de un metrónomo, que se mueve a mayor o menor velocidad en función de la cantidad de mensajes y contenidos que los habitantes de Sao Paulo publican en las redes sociales. Esta obra lleva al transeúnte a visualizar una información que normalmente sería ignorada, y reflexionar acerca de esa ciudad invisible que forman las redes de datos. Por último, cabe señalar proyectos como Biomapping (2004-) de Christian Nolde, que combina la cartografía con las emociones. Nolde creó un dispositivo dotado de GPS y diversos sensores que captan datos biométricos del usuario. A continuación, invitó a diversas personas a recorrer su ciudad de residencia con este aparato y anotar reflexiones acerca de sus experiencias en determinados lugares. El resultado de esta experiencia, repetida en diversas ciudades, son una serie de mapas en los que el artista hace visibles los niveles de ansiedad o excitación de las personas en puntos concretos de la urbe, junto con anotaciones personales de cada usuario. Otra ciudad invisible, la que forman las emociones de sus habitantes, se hace así presente.

 

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Aram Bartholl, Kill Your Phone (2013)

Después de Snowden

La percepción que la mayor parte del público tiene acerca de las redes de datos y las consecuencias de su uso se ha visto alterada por el caso de Edward Snowden, ex-administrador de sistemas en la CIA que reveló numerosos programas de vigilancia desarrollados por el Gobierno de EE.UU. y sistemas de recogida de datos privados como PRISM, desatando una gran polémica acerca del uso de los datos de particulares y dirigentes políticos y las posibilidades de llevar a cabo un espionaje masivo a escala global gracias a Internet y el uso de dispositivos móviles. Esta es una reflexión que plantea Aram Bartholl, cuya obra se ha centrado en explorar la relación entre nuestro espacio físico y los entornos virtuales que recorremos a diario (más acerca de su trabajo en este post). Revisando su trabajo a lo largo de la última década, Bartholl menciona proyectos como Kill Your Phone (2013), un taller en el que enseña a crear un estuche para el smartphone con un tejido metálico que evita que el dispositivo reciba o emita señales. Esta idea, retomada de un proyecto anterior, adquiere un significado diferente tras el caso Snowden, puesto que si anteriormente se trataba de conseguir «desconectarse», ahora tiene serias implicaciones relativas a la privacidad o la realización de actividades para las que resulta conveniente no poder ser localizado.

Con una formación en arquitectura, Bartholl se interesa por el espacio público y la manera en que éste se ve afectado por los entornos digitales en un momento en que el uso de Internet no era tan popular ni penetraba en todas las situaciones de la vida cotidiana. La construcción de un marcador de posición a escala real, imitando al de Google Maps, constituye una de sus obras más conocidas: Map (2006-2012). Esta y otras obras vinculadas a Google, como How to Build a Fake Google Street View Car (2010) se crean en un espíritu de experimentación, juego y crítica. Es lo que Bartholl denomina «crear un momento de irritación», al situar un objeto del mundo digital en un entorno real o escenificar la invasión del espacio público por medio de la multinacional estadounidense, cuyo proyecto Street View generó una notable polémica en Alemania. Otros proyectos exploran la experiencia de un espacio virtual como espacio vivido, como es el caso de Dust (2011), la reproducción a escala real de un escenario del videojuego Counter Strike que el artista aspira a construir como una escultura pública de gran formato. En opinión de Bartholl, «mientras nos perdemos en aeropuertos o supermercados, porque son espacios sin significado para nosotros, conocemos y recordamos los entornos de determinados videojuegos porque los hemos experimentado una y otra vez. En cierto modo, son más reales que algunos de los lugares que transitamos en nuestra vida cotidiana.» Dos obras del artista berlinés plantean una reflexión acerca de las redes de datos en el espacio público, desde dos perspectivas diferentes: por una parte, Greetings from the Internet (2013) es una serie de postales hechas con fotografías que Bartholl ha tomado de las claves de redes wifi en diversos lugares, anotadas en trozos de papel. Por otra, Dead Drops (2010-2012) es una intervención urbana colaborativa que permite crear una red de datos paralela en forma de memorias USB que se insertan en las fachadas de los edificios de cualquier ciudad para permitir a los transeúntes intercambiar la información almacenada en ellos. Según afirma Bartholl, esto convierte a los edificios en «discos duros» y abre nuevas posibilidades para un intercambio de archivos ajeno al control de Internet, que en ocasiones han usado colectivos para sus comunicaciones o grupos de música para ofrecer sus composiciones a sus fans.

Después del caso Snowden, estas obras adquieren una lectura más crítica, nos llevan a pensar de una manera más seria en las implicaciones de compartir nuestros datos en las redes y participar en un sistema que, en definitiva, no controlamos. Si bien las redes se multiplican a nuestro alrededor, no son libres ni abiertas, se intercambian por consumo o por el pago de una cuota mensual y sin embargo permiten a corporaciones y gobiernos ejercer un mayor control sobre nuestras actividades. ¿O tal vez nos hacen más libres?¿Es posible recuperar el espacio público como un espacio de todos y reclamar el control sobre nuestros datos en las redes, o crear nuestras propias redes? Tal vez fabricarnos un estuche que bloquee las señales de nuestros smartphones o emplear una memoria USB incrustada en una pared de nuestro barrio nos permita finalmente recuperar una parcela de privacidad y un espacio en el que compartir sin ser vigilados.

 

 

Notas

[1] Alex Galloway. The Exploit. A Theory of Networks. University of Minnesota Press, 2007: 126.
[2] Geert Lovink. Networks Without a Cause. A Critique of Social Media. Cambridge: Politi Press, 2012, 13.
[3] Lev Manovich, «Data visualization and the Anti-Sublime», 2002.
[4] Kevin Asthon, “That ‘Internet of Things’ Thing”. RFID Journal, 22 junio 2009.
[5] Shane Mitchell, Nicola Villa, Martin Stewart-Weeks y Anne Lange, “The Internet of Everything for Cities”. CISCO, 2013.
[6] Zachary Seward, “Everything the Internet Knows About Me (Because I Asked It To)”, Wall Street Journal, 22 dic. 2010.
[7] Naomi Klein, No Logo. El poder de las marcas. Paidós, 2007:268 (Random House: 2000).
[8] Charles Baudelaire, El pintor de la vida moderna, 1863.

 

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