De clasificaciones

29 septiembre, 2011

A los universitarios en general, y a los informáticos en particular, nos encantan las clasificaciones, taxonomías, categorizaciones, ontologías, topologías, toponimias y otras hierbas. Aspiramos a ordenar el universo del conocimiento de forma terminante, booleana y no ambigua.

Los estudios, programas, asignaturas, etc. se clasifican y descomponen, y seguidamente se ordenan en forma de itinerarios y áreas de conocimiento. Este camino se puede hacer en varias direcciones y es un deporte no exento de riesgos, sobre todo si encuentras el terreno vallado del vecino.
Un monumento de la clasificación, cuya lectura recomiendo, y que conocen al dedillo algunos practicantes, es la clasificación de las áreas de conocimiento establecida por el Ministerio de Educación y que acaso debería formar parte de las webs de Vuelta al Trabajo, propuestas hace poco aquí por Robert Clarisó.

Otra pieza, casi tan divertida, es la que sugiere Jorge Luis Borges, escritor y bibliotecario, en uno de los cuentos (¿o ensayos?) de su libro Otras inquisiciones.

En lugar de reproducir la cita original, no me he podido resistir a copiar el post de nuestro colega Rafael Pi, de la Universidad Autónoma de Chihuahua, cuya elocuencia y acento añaden un punto exotérico, todo junto.

Al final de la charla «Borges, el bibliotecario», que el maestro Gabriel Borunda ofreció hoy (XXX Semana del Humanismo), se mencionó un ensayo en el que el escritor argentino se ocupa (de la imposibilidad) del conocimiento analítico de la realidad y de su fruto más proclive a la putrefacción: la clasificación. Por breve, interesante y divertido, no está de más darle una ojeada al texto original.
Se trata de «El idioma analítico de John Wilkins», publicado primera vez en la colección «Otras inquisiciones» (1952). Al pasar revista de ciertos sistemas de clasificación particularmente ingeniosos e inoperantes, Borges menciona uno contenido en una enciclopedia china (fantástica) titulada «Emporio celestial de conocimientos benévolos». Según Borges, en sus «remotas páginas está escrito que los animales se dividen en:

1. pertenecientes al Emperador,

2. embalsamados,

3. amaestrados,

4. lechones,

5. sirenas,

6. fabulosos,

7. perros sueltos,

8. incluidos en esta clasificación,

9. que se agitan como locos,

10. innumerables,

11. dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello,

12. etcétera,

13. que acaban de romper el jarrón,

14. que de lejos parecen moscas.»

Borges continúa diciendo que

…notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. «El mundo –escribe David Hume– es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto» (Dialogues Concerning Natural Religion, V. 1779). Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios.

Recomiendo al lector una segunda y tercera lectura fingiendo alternativamente el acento mexicano y argentino para aproximarse más al original.

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Autor / Autora
José Ramón Rodríguez
Profesor de Dirección de Sistemas de Información, Gestión de Proyectos y Business Intelligence de los Estudios de Informática, Multimedia y Telecomunicación de la UOC y consultor de empresas independiente.
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