¿Por qué la guerra?

15 julio, 2022
per què la guerra
Oriol Alonso Cano, profesor de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación, comparte las principales reflexiones y conclusiones del intercambio epistolar entre Albert Einstein y Sigmund Freud en 1932, que tenía por objetivo esclarecer el fenómeno de la guerra y que se recoge en el libro ‘¿Por qué la guerra?’.
 
por qué la guerra
‘¿Por qué la guerra? | Editorial Minúscula (2001)

En 1931 la Comisión Permanente para la Literatura y las Artes de la Liga de las Naciones encargó, al Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, que organizara toda una serie de intercambios epistolares entre diferentes intelectuales. Uno de los primeros solicitados fue Albert Einstein quien, a su vez, sugirió a Sigmund Freud como interlocutor del diálogo (previamente, en 1927, se habían encontrado en la casa berlinesa del hijo menor de Freud). En junio de 1932, el secretario del Instituto contactó con Freud para oficializar la invitación quien, gustosamente (aunque con algo de escepticismo inicial), aceptó la tarea.

 

El eje central del debate: «¿hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?»

La propuesta que plantea Einstein tiene un marcado carácter político-social

La carta de Einstein fue emitida el 30 de julio y el eje principal de la misma gravitaba alrededor de la pregunta: “¿hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?”. La pregunta, inicialmente, genera impotencia a Einstein ya que su dilucidación implica “penetrar en las oscuridades de la voluntad”, terreno vedado para el físico, acostumbrado a otros espacios de estudio y otras metodologías. Asimismo, la propuesta que plantea Einstein, para resolver dicha pregunta, tiene un marcado carácter político-social al apostar por “la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiese entre las naciones”. De esa manera, con la creación de esta instancia supranacional, cada estado debería aceptar las órdenes y decisiones de ese cuerpo legislativo y, a su vez, renunciar a parte de su soberanía.

Ahora bien, esta apuesta tendrá, según Einstein, varias dificultades: una de ellas es que los gobernantes de cada nación son poco proclives a ceder su poder de acción y, en consecuencia, son hostiles a cualesquiera limitaciones en sus decisiones. En segundo lugar, hay todo un gremio (mercenarios, señores de la guerra…) que se benefician continuamente del establecimiento de los parámetros de la guerra y finalmente del estallido bélico.

Las tres grandes preguntas que plantea Einstein

Más allá de estas dificultades, a su vez, Einstein plantea tres preguntas fundamentales, que redundan en las dificultades del fenómeno.

  1. La primera de ellas radica en cuestionarse cómo el interés de estos pocos sujetos determina el rumbo de las masas (para quienes, por si no fuese poco, la guerra implica devastación y sufrimiento). La respuesta que da Einstein a ella es althusseriana avant la lettre: la clase dominante tiene bajo su poder escuela, prensa e Iglesia, lo cual los convierte en aparatos ideológicos cruciales para inocular la lógica de dominación a los ciudadanos.
  2. La segunda cuestión que plantea Einstein radica en cómo los procedimientos de dominación despiertan sentimientos violentos, salvajes, abruptos, que conducen, incluso, a sacrificar las vidas de los que están directamente implicados en el conflicto. La respuesta que propone Einstein es que el ser humano es poseedor de “un apetito de odio y destrucción”, que existe en estado latente en situaciones normales y cotidianas, pero que sale a flote cuando se establecen las condiciones idóneas para su irrupción.
  3. Finalmente, la tercera y última pregunta que lanza Einstein, y que a diferencia del resto no ofrecerá ninguna respuesta, es cómo se puede intervenir (en) la evolución mental del sujeto para ponerlo a salvo de la “psicosis del odio y la destructividad”.

La respuesta de Freud y cómo hacer frente a la pulsión de destrucción inherente en los humanos

Esta misiva le llega a Freud en agosto y en septiembre escribe y envía su respuesta a Einstein. En primer lugar, Freud establece que los conflictos de intereses se zanjan, en todo el reino animal, a través de la violencia. Es algo estructural desde la noche de los tiempos. Freud recupera parte de lo que escribió en Tótem y tabú (1913) para hablar de la horda primordial y de cómo a través de la fuerza, y el miedo que generaba dicha fuerza, decidía las confrontaciones o conflictos de intereses entre los individuos. Posteriormente, la fuerza muscular, en el proceso evolutivo, será sustituida por el uso de instrumentos: quien tenía mejores armas, o bien quien las utilizaba con mayor habilidad y destreza, sería quien ganase la contienda o disputa. Es decir, que llega un momento en que la superioridad mental suplanta la fuerza física. Sea a través de la violencia física o de las argucias mentales, el fin de la lucha, a su vez, implicaba la eliminación del rival (lo cual impide, por un lado, la venganza y, por el otro, sirve como advertencia al resto de potenciales rivales).

La evolución de la violencia, dirá Freud, no se detiene aquí, sino que se instaura posteriormente en el derecho. Si nos fijamos bien, el derecho es la violencia que ejerce la comunidad para que todos sus integrantes vivan en concordia (cada uno cede su libertad para el beneficio comunitario). Es un derecho construido, sin embargo, a partir de desigualdades (la ley viene marcada por los vencedores de la historia) y, con ello, se hace difícil una situación de la anhelada pax aeterna: siempre habrá una parte social sometida, lo que generará resentimiento, sublevación, guerra civil (guerra que, a su vez, forja

La prevención de la guerra únicamente será posible a raíz de una violencia central encargada de mediar en todos los conflictos de intereses

Así pues, tanto la cohesión social vía derecho como a través de la guerra es frágil. A su vez, pueden generarse procesos de identificación (es decir, tejer vínculos de sentimiento de comunidad, de pertenencia…), pero sigue siendo compleja su instauración duradera y sólida.  Por ello, para Freud la prevención de la guerra únicamente será posible, tal y como plantea Einstein, a raíz de “una violencia central” encargada de mediar en todos los conflictos de intereses. Violencia, asimismo, encarnada en una instancia legislativa superior que gestione las potenciales dificultades entre naciones. Ahora bien, este hecho requiere que deba otorgarse a dicha instancia el poder requerido, lo cual es bastante problemático, por las razones que ya esgrimía Einstein. Aún y así, Freud apostará totalmente en dicha instancia y que este papel lo ejerza la Liga de las Naciones.

No obstante, el principal obstáculo que impide la absoluta pacificación comunitaria, es algo mucho más profundo, abismal, oscuro: es la pulsión de destrucción inherente a todo ser humano la que lo mantiene inquieto al orientarlo hacia la agresividad y devastación. Ella, dirá Freud, “trabaja dentro de todo ser vivo y se afana en producir su descomposición, en reconducir la vida al estado de materia inanimada”.

De esta manera, la guerra será un desborde de la pulsión de destrucción, el deslizamiento de la misma a la realidad (Freud en este texto distingue pulsión de muerte de pulsión de destrucción). Para intentar paliar este fenómeno, habrá que intentar que la otra pulsión que convive en el sujeto (Eros), y que siempre interviene junto a la pulsión de muerte, tenga la primacía, o, como mínimo, prevalezca sobre su contraria. Con esta apuesta por la otra pulsión, pueden establecerse vínculos de sentimiento entre los miembros de la comunidad (sea a través de los que se establecen con un objeto de amor individual, pero sin mediar las metas sexuales, sea a partir de procesos de identificación).

Razón y cultura, los mejores aliados para combatir la guerra

Ahora bien, más allá de esta apuesta por la pulsión erótica (entendiendo ‘erótico’ en un sentido amplio, como el eros griego), Freud apelará a la primacía de la razón como el mecanismo más eficaz para aplacar los impulsos pulsionales destructivos. Someter la vida pulsional a la racionalidad será el medio más eficiente para eliminar el anhelo de destrucción y, por consiguiente, el deseo de guerra.

Para que esto se produzca, la cultura será crucial. Los procesos de culturización desplazan progresivamente los objetivos pulsionales, los demarcan, les ponen límites y, finalmente, interiorizan la inclinación de agresión. A través de la cultura, impera la razón y, con ello, se desvía la pulsión hacia otros fines menos devastadores. La guerra lo que hace, entre otras cosas, es contradecir el proceso cultural, introducir al sujeto en el reino de la barbarie pulsional; de ahí la sublevación, la repulsa (intelectual y afectiva) contra ella de todo el mundo que se define como pacifista.

Para finalizar, sin embargo, Freud sitúa otro factor crucial, junto con al del proceso cultural, para aplacar los deseo bélicos, este no es otro que la angustia ante los efectos de una guerra futura. Nos encaminamos, dirá Freud, ante la posibilidad de una destrucción masiva, global, radical (esto lo escribe seis años antes de la Segunda Guerra Mundial…) de la población y ello debería generar miedo y parálisis en los deseos de destrucción que conlleva la guerra.

Una vez efectuada la respuesta de Freud, el Instituto decidirá publicar la correspondencia, en París, bajo el título Por qué la guerra en tres idiomas: alemán, francés e inglés. Sin embargo, su circulación fue prohibida en Alemania tras alcanzar el poder el Partido Nacionalsocialista… Pero esa ya es otra historia. O no.  

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Autor / Autora
Profesor de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación
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