¿Es más grave cometer un delito por motivaciones discriminatorias?
10/06/2025Los motivos que empujan a los seres humanos a cometer delitos son de lo más variados: desde la envidia a la avaricia, pasando por el odio, la venganza, la supervivencia o la simple diversión. Entre toda esta maraña de motivaciones, la identificación de la razón concreta sobre la que se sostiene un comportamiento permite explicar eventos con una enorme repercusión social. En efecto, los motivos tienen una importancia capital en los procesos de comprensión de la conducta. Esta función toma protagonismo en el contexto de un incesante proceso colectivo de búsqueda causal. De modo más simple: la sociedad tiene una especial predisposición para interesarse, no tanto por el que, sino por el porqué de las cosas. Con respecto al fenómeno delictivo, esta realidad psicosocial contrasta, no obstante, con las exigencias de un Derecho penal de premisas liberales. Ciertamente, desde los albores de la Ilustración, siempre se ha abogado por un ius puniendi concernido más por los hechos que por los aspectos vinculados a la personalidad del sujeto activo (entre los que podemos incluir sus motivaciones). Lo contrario, se denuncia, constituiría una forma de enjuiciar «la carrera del autor y no su hacer concreto» (Masip de la Rosa, 2017). Ello nos conduciría a lo que los penalistas denominamos «Derecho penal de autor».
La época del nacionalsocialismo, con la ineludible ayuda de los juristas de la Escuela de Kiel, constituye un ejemplo histórico de esta peligrosa deriva: castigar, no por asesinar o robar, sino por ser un asesino o por ser un ladrón. Lejos de lo que pudiera pensarse, la sustantivización del verbo tiene sus repercusiones, pues uno puede ser un ladrón (mejor: coincidir con el arquetipo de ladrón) sin haber robado a nadie o, incluso, matar a alguien sin ser un asesino. Además, los prototipos de criminales son múltiples y varían a lo largo de la historia, adaptándose a las convenciones existentes sobre lo correcto y lo incorrecto: se puede ser un violador, pero también un rebelde, un traidor, un judío, homosexual, de izquierdas o de derechas. De allí que se defienda a capa y espada que solo puede constituir delito aquella conducta que lesiona o pone en peligro un «bien jurídico», esto es, un interés preponderante en el marco constitucional. La fórmula es clara: la «lesividad (del hecho)» frente a la «reprochabilidad (de una actitud)».
Pero, si es cierto que un suceso solo puede (o debe) desaprobarse en mayor medida porque es más lesivo y no porque su autor sea «más o menos malo» en atención a sus motivos (Molina Fernández, 2009), algo hay que decir sobre art. 22.4 CP. El precepto en cuestión contempla como circunstancia agravante el «[c]ometer el delito por motivos racistas, antisemitas, antigitanos u otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, la etnia, la raza o nación a la que pertenezca, su sexo, edad, orientación o identidad sexual o de género, razones de género, de aporofobia o de exclusión social, la enfermedad que padezca o su discapacidad». El hecho de que la legislación penal otorgue relevancia a las especiales motivaciones del autor de un ilícito invita a reflexionar sobre si ello nos aproxima a ese «Derecho penal de autor» al que hacía referencia. ¿Estamos castigando, en mayor medida, no por hacer algo más grave, sino por ser un racista o un antisemita? Sobre ello, una aclaración: podemos disponer de buenas razones para justificar que ser homófobo no está bien, como tampoco lo está ser envidioso, egoísta o misógino. Sin embargo, la línea que separa lo virtuoso de aquello que no lo es depende muchas veces de entendimientos sociales históricamente contingentes con los que no siempre podemos estar personalmente cómodos y de cuya construcción, muchas veces, no somos partícipes. Si a este proceso lo dotamos de la cobertura de la maquinaria coactiva del Derecho penal, las probabilidades de crear un monstruo se disparan: de verdugo a ajusticiado, muchas veces, hay solo un paso. Hoy son los racistas, mañana podrían ser otros.
Con esto claro, el objetivo se puede advertir con nitidez: se trata de interpretar este precepto de tal forma que nos alejemos del reproche de una actitud interna o de un rasgo de la personalidad (ser racista, homófobo o misógino) a fin de poder contemplar una acción (la cometida por ese racista, homófobo o misógino) más lesiva. ¿Es esto posible? Pues bien, entre la doctrina penal se han barajado poderosos argumentos para entender que sí. En términos generales, la idea es la siguiente: un hecho cometido por motivos, p.ej., racistas merece más pena, no porque su autor odie a los integrantes de una determinada etnia o se aparte del arquetipo de persona virtuosa en el contexto de una democracia liberal (es decir, por una cuestión actitudinal), sino por constituir un hecho más grave en sí que pone en peligro el necesario ambiente de respeto a las condiciones de desarrollo vital de determinados grupos históricamente discriminados (es decir, por una cuestión de lesividad). Desarrollémoslo.
La dimensión comunicativa del delito: de la motivación a la lesividad
«No es posible no comunicar». Con estas palabras, el psicólogo constructivista austríaco Watzlawick defendía hace años que todo hecho presenta una dimensión comunicativa que depende del contexto y las convenciones sociales que lo rodean. Así pues, toda acción humana (pongamos como ejemplo: «Ferran causa la muerte de Joan») constituye de entrada un «hecho bruto» en tanto que dimensión de la realidad basada en las propiedades estrictamente físicas, por lo que objetivamente constatables, del suceso. A partir de esta materia prima, la sociedad atribuye sentido y valor al hecho para alcanzar una realidad de segundo orden vinculada a aspectos eminentemente comunicativos. De esta forma, que Ferran haya causado la muerte de Joan puede interpretarse como un homicidio, un acto de legítima defensa, un acto heroico frente a la maldad de Joan, la consecuencia de un brote psicótico o un desafortunado accidente. De entre todos los elementos que permiten extraer esta dimensión de significado, las razones por las que Ferran ha causado la muerte de Joan constituyen un elemento fundamental. En otras palabras, si sé por qué Ferran ha matado a Joan, mi percepción sobre el hecho cambia. Ciertamente, los motivos por los que un sujeto realiza un comportamiento pueden reinterpretarse como las razones para la acción que este arguye para explicar y justificar esa misma conducta (Álvarez, 2009). En términos más elegantes: «los motivos y móviles por los que actúa un agente, en tanto que trascienden al mundo exterior, pasan a constituir un elemento básico de la interrelación humana (…) eso ya no pertenece al fuero interno, sino al contenido expresivo de la conducta que se realiza, esto es, a la comunicación» (Silva Sánchez, 2025).
Con base en las anteriores ideas (un tanto mágicas, no lo voy a negar), concretemos con elementos fácticos adicionales el caso de la muerte de Joan. Imaginemos, así pues, que Ferran ha causado su muerte ataviado con ropajes y símbolos eminentemente católicos y al grito de «¡muere, hereje del demonio!», portando Joan, en ese preciso momento, una camiseta en la que puede leerse «soy anabaptista». En atención a estos datos, cualquier espectador mínimamente objetivo puede extraer la conclusión de que Ferran ha matado a Joan por pertenecer este último a un determinado grupo religioso. Partiendo de las convenciones sociales imperantes, estamos ante un hecho que «comunica» discriminación: Joan es tratado peor que los demás por su condición religiosa. Pero, repárese en una cuestión muy importante: este significado discriminatorio lo hemos identificado, no preguntándole a Ferran por sus motivos, sino haciendo referencia a un conjunto de circunstancias fácticas (la vestimenta, los símbolos, el grito, etc.) que imprimen al suceso una connotación innegablemente discriminatoria. Por lo tanto, la razón para la acción que nos permite variar el sentido expresivo del acontecimiento no surge de un análisis introspectivo de la consciencia de su autor, sino de una referencia a aquellos elementos de hecho que visten al suceso de un determinado significado comunicativo (Guardiola García, 2022, de lo contrario, «habría que reemplazar la Sala de Justicia por el diván del terapeuta»). Otro ejemplo para ilustrarlo (de Molina Fernández, 2024): si un policía infiltrado en un grupo criminal racista se ve en la difícil tesitura de darle una paliza a alguien por reunir unas específicas condiciones fenotípicas, participa en un hecho discriminatorio. Todo ello, con independencia de lo que le pasara por la cabeza en ese momento al policía. En suma, «[c]abe comunicar un mensaje sin intención de hacerlo» (Dopico Gómez-Aller, 2004).
Llegados a este punto, ya lo tendríamos, ¿no? Castigamos a Ferran, no por odiar a los anabaptistas, sino por cometer un hecho con un sentido discriminatorio con respecto a este grupo. Un significado que incluso podría existir siendo Ferran una persona totalmente respetuosa con esta rama del cristianismo protestante… Dudo que a nadie se le escape que una conclusión de estas características no es más que una triquiñuela lingüística: achacamos al hecho lo que no podemos (o queremos) achacarle a Ferran. Sin embargo, será Ferran quien entre en prisión, no su hecho. Visto así, un dictador podría justificar, como parte de un programa de Derecho penal del hecho y no de autor, una legislación homófoba con las siguientes palabras: «no castigo a nadie por ser homosexual (es decir, por presentar un rasgo de la personalidad basado en la orientación sexual) sino por realizar actos con una dimensión de significado homosexual». Pero, el orden de los factores no altera el producto. Obviamente, en toda esta ecuación falta un elemento fundamental: la lesividad. En efecto, no castigamos hechos por ser solo hechos, sino porque los mismos lesionan o ponen en peligro determinados intereses considerados importantes en el seno de la comunidad política. En el caso de la nuestra, que toma la forma de «Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político» (art. 1.1 CE), está fuera de toda duda que mantener una relación sexual con una persona del mismo sexo no altera en nada el orden de intereses preponderantes. En cambio, realizar un hecho con una dimensión de significado discriminatorio, sí. ¿En qué medida? Lo desarrollo a continuación.
En el momento en el que Ferran mata a Joan por su condición de anabaptista, no solo está lesionando de forma irreparable la vida de una persona, sino que pone en entredicho las condiciones de respeto y seguridad del grupo religioso del que forma parte la víctima (Landa Gorrostiza, 2018). Con ello, Ferran lanza (pongámosle imaginación) el siguiente mensaje a todos los anabaptistas: «estando yo presente, tu condición religiosa te impide disfrutar de la seguridad y tranquilidad de la que otros disfrutan». En términos más elaborados jurídicamente, lo que ha hecho Ferran, no solo constituye la destrucción permanente de una vida, sino la expresión de una amenaza condicional a los integrantes del colectivo al que pertenece la persona agredida (Dopico Gómez-Aller, 2004). Y ello comporta una lesividad añadida a la que ya de por sí implica la muerte de Joan: se está negando (materialmente) una vida y también (ahora, simbólicamente) la posibilidad de vida de todo un grupo, con todas las repercusiones que ello puede tener a nivel de bienestar y seguridad colectiva.
La protección penal contra la discriminación: entre la narrativa y la realidad
Todas estas ideas se enmarcan en la política legislativa de lucha contra los llamados delitos de odio. La simplifico al máximo posible con las siguientes palabras: una democracia liberal (se dice) debe dotar de una protección añadida a determinados colectivos que, dada su condición de minoría vulnerable, han sufrido históricamente situaciones de discriminación masiva (Cisneros Ávila, 2023). Bien sea a través de los llamados discursos del odio (art. 510 CP), bien sea a través de agresiones motivadas por ese mismo sentimiento (art. 22.4ª CP), un Estado garante de las condiciones de seguridad e igualdad no puede tolerar mensajes que perpetúen una situación histórica de discriminación y aumenten la vulnerabilidad del colectivo. La seguridad que toda persona debe percibir en un ordenamiento jurídico estable se ve menoscabada cuando, a través de la comisión de cualquier delito (sea un homicidio, unas lesiones o, incluso, un robo), se expresa comunicativamente una «quiebra en el entendimiento de la igualdad desde una perspectiva material, manifestándose en un peligro potencial respecto de los miembros del grupo [históricamente discriminado]» (Correcher Mira, 2021). Para el caso de Ferran: se ha lesionado la vida de Joan y se ha puesto en peligro potencial la vida y el bienestar de todos los anabaptistas.
A todo esto, un contrapunto: no es posible no comunicar, de acuerdo. Pero, en toda comunicación se necesita, no solo un emisor, sino también un receptor. ¿Qué ocurre si Joan es el único anabaptista de España? ¿A quién se está amenazando? ¿A un hipotético grupo de amish decidido a emigrar a nuestro país? Podría ser… Planteo otro ejemplo: ¿Qué ocurre si la muerte de Joan no tiene ninguna trascendencia mediática hasta el punto de que ningún anabaptista llega a tener a conocimiento de ella? En teoría, esa lesividad (comunicativa) no existiría, por lo que (entiendo) habría razones para negar la aplicación de esta circunstancia agravante. Sin embargo, son muchos los casos de agresiones racistas u homófobas que, careciendo de trascendencia mediática alguna, son objeto de mayor sanción en aplicación del art. 22.4 CP. Otra pregunta: ¿Podemos construir esa «dimensión simbólica» durante el proceso penal? Por ejemplo: el hecho de que Ferran haya matado a Joan por motivos discriminatorios se demuestra solo después de aportar in extremis, como prueba de cargo en el acto de juicio oral, un diario personal en el que él mismo confiesa sus motivaciones. Si ese hecho, por sí mismo, carecía de esta connotación discriminatoria, ¿acaso no la estamos reconfigurando nosotros (los operadores jurídicos) a posteriori? No es lugar aquí para ocuparme de estas cuestiones. Sin embargo, hay una cosa que tengo (más o menos) clara: las narrativas que sostienen la legitimidad de muchas disposiciones penales no son más que eso, narrativas. Llevadas al extremo, muchas de ellas serían, o bien inaplicables, o bien solo vigentes para «casos de laboratorio». Y, sin embargo, la legislación penal avanza sin descanso a costa de ellas. Quizás sí estemos castigando a los racistas por ser racistas, pero escondemos dicha realidad tras un ropaje literario con el que sanar conciencias.