Descuartizar y ocultar

14/05/2025

Se comenta que los penalistas tenemos cierta inclinación por lo sórdido. Pues bien, el tema de esta entrada no será una excepción. ¿El caso? Persona comete un delito de homicidio/asesinato (no me pondré técnico con este asunto) y, acto seguido, decide ocultar el cadáver para evitar ser descubierto por las autoridades. En ocasiones, de la peor manera posible: realizando actos que generan severas lesiones postmortales en el cuerpo del finado. La utilización del verbo descuartizar en el título es solo ejemplificativo, pues los actos pueden ser de lo más variados (todos ellos reales): lanzar el cuerpo por un barranco de tal forma que el rostro del difunto queda completamente desfigurado, quemarlo con papeles de periódico o cortarlo en pedazos para luego esconderlos en distintas ubicaciones (seguramente les suene el caso Daniel Sancho). Es en supuestos así donde sale a flote con mayor fuerza lo que verdaderamente caracteriza al Derecho penal. Sobre ello, no hay suficientes palabras para ilustrarlo: sufrimiento, víctima, verdugo, maldad, injusticia, moralidad, reproche, compasión, y un sinfín de atributos que enfatizan el componente esencialmente humano de esta disciplina. Seamos sinceros, el uso de información privilegiada en el mercado de valores no tiene tanto recorrido. Y aburre hasta a las piedras. 

Sigamos, entonces, con el caso de la ocultación del cadáver y observemos, por el momento, las intuiciones que este puede despertar en cualquier espectador. No tengo la menor duda de que al lector medio le surgirán dos de principales (y contradictorias). Por un lado, que realizar actos de estas características «no es correcto». Esto último, porque tales acciones afectan tanto al difunto como a sus familiares y allegados (piénsese en el Caso Marta del Castillo, donde el autor del homicidio ofreció multitud de pistas falsas sobre el paradero del cadáver, a día de hoy todavía oculto). Por el otro (y aquí os pido un ejercicio de sinceridad), que todos nosotros, con un «cadáver sobre la mesa», haríamos lo mismo si nuestro instinto de supervivencia ganara (como suele hacer habitualmente) a nuestro sentimiento de culpabilidad. En efecto, lo de «asumiría la culpa» (= «acudiría a la policía y confesaría lo realizado») puede resultar una imponente declaración de intenciones, pero basta una sesión de terapia para destruir hasta la más refinada de las «corazas de virtud». Los seres humanos tendemos a escapar del peligro, y la expectativa de pasarse de entre 10 a 15 años en la cárcel es un riesgo más que real. En la mayoría de las ocasiones, esta perspectiva funcionará como un poderoso estímulo aversivo frente a la posibilidad de acercarnos al ideal de hombre o mujer virtuosa. Si tu orgullo moral («¡pues yo sí confesaría!») no te impide compartir esta reflexión, lo más seguro es que estés de acuerdo conmigo en lo siguiente: ¿qué sentido tiene castigar un acto (la ocultación del cadáver) que (prácticamente) todos haríamos? De forma más refinada: ¿podemos obligarnos a ir contra nuestro instinto de supervivencia y autoconservación?

Traduzcamos todo lo anterior en términos jurídico-penales. En la tradición continental, se dice que cualquier delito tiene que lesionar o poner en peligro un «bien jurídico», es decir, un interés preponderante en el seno de la comunidad política de que se trate (sea la vida, el patrimonio, la Corona o las manzanas —a gustos, colores… o Estados). Para el caso de la ocultación del cadáver, los intereses lesionados posibles son dos. En primer lugar, el debido respeto a la memoria de los muertos (entiéndase: no para prepararlos para la Parusía y su posterior resurrección —en una sociedad política aconfesional, la escatología cristiana no puede servir de fundamento—, sino como manifestación de una especial consideración hacia la dignidad humana del difunto). En segundo lugar, la integridad moral de los familiares y allegados de la persona fallecida. No obstante, que una conducta afecte abstractamente a un bien jurídico no es suficiente como para castigarla. En un Estado de Derecho, estructurado sobre la base del principio de legalidad (no hay pena ni delito sin ley), es necesario que esta afectación esté «recogida» (tipificada) por alguna de las conductas legalmente castigadas con pena (los delitos). En este punto es donde entra en juego el Código penal y, en concreto, dos de sus preceptos. Por un lado, el art. 526, que castiga a quien, «faltando el respeto debido a la memoria de los muertos, violare los sepulcros o sepulturas, profanare un cadáver o sus cenizas o, con ánimo de ultraje, destruyere, alterare o dañare las urnas funerarias, panteones, lápidas o nichos». Por el otro, el art. 173.1, el cual prohíbe infligir «a otra persona un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral». 

Con este marco expuesto, el camino para castigar la ocultación de un cadáver a través de alguno de estos dos delitos se vislumbra con bastante claridad. En cuanto al art. 526 CP, causar lesiones postmortales (desmembramientos, desfiguraciones faciales, quemaduras, mutilaciones, etc.) puede considerarse un acto de profanación en tanto que forma de «deslucir» la imagen de la persona fallecida. En lo que al art. 173.1 CP se refiere, ocultar el paradero del cadáver (profanado o no, esto ya no importa ahora) puede incrementar el sufrimiento de sus familiares y allegados dada la imposibilidad de que estos puedan velar y ofrecer una sepultura al familiar o amigo, parte esencial de su proceso de duelo. Así pues, en términos siquiera formales, existe margen para castigar (imponer pena) conductas como las ejemplificadas en el primer párrafo. No obstante, aquí debe tenerse en consideración la segunda de las anteriores intuiciones: ¿acaso no haríamos todos lo mismo? ¿Qué recorrido real tiene imponer un deber jurídico-penal cuyo cumplimiento va en contra del instinto de autoconservación de cualquier ser humano? Lejos de lo que pudiera pensarse, las impresiones que suscitan estos interrogantes tienen una traducción jurídica en dos hitos fundamentales: la denominada teoría del autoencubrimiento impune y el derecho a la defensa y a la no autoincriminación. Aunque estrechamente relacionados, a efectos didácticos, relaciono el primero con los actos de profanación ex art. 526 CP (1) y el segundo con aquella ocultación del cadáver que pudiera menoscabar la integridad moral de los familiares del difunto según lo dispuesto en el art. 173.1 CP (2).

1. De acuerdo con reiterada jurisprudencia del Tribunal Supremo, «[e]l autoencubrimiento es, en términos generales, impune, salvo en el caso de que los actos practicados por el autoencubridor constituyan por sí mismos un nuevo delito» (SSTS 934/2022, de 30 de noviembre; 701/2020, de 16 de diciembre; 20/2016, de 26 de enero; 497/2012, de 4 de junio; 671/2006, de 21 de junio). Sobre esta definición, cabe precisar dos cosas. Primera: por autoencubrimiento debemos entender una conducta funcionalmente vinculada a evitar las consecuencias negativas de la comisión de un delito previo (p.ej., huir del lugar o persuadir a un testigo para que no hable). Segunda: la declaración del Tribunal Supremo es una tautología, pues es evidente que una conducta (sea cual sea) es impune sino constituye «por sí mismo un nuevo delito». En realidad, lo que está pretendiendo decir la Sala Segunda es que, en determinados casos, cuando este autoencubrimiento sea constitutivo de un delito distinto al delito previo (siguiendo los anteriores ejemplos: una desobediencia al hacer caso omiso al alto de un policía o unas amenazas sobre ese mismo testigo), podemos ahorrarnos la desaprobación por este nuevo delito al entender que este no es más que una «extensión» del primero. ¿En qué sentido? De forma muy simplificada: es «comprensible» que el autor de un delito pretenda ocultarlo de cara a las autoridades y que, a estos efectos, cometa nuevos delitos. Si estos son de menor entidad, resulta razonable dejarlos sin castigo, pues la pena del delito principal «ya tiene en consideración» que se realizarán estos ilícitos de menor gravedad, destinados principalmente a evitar las consecuencias negativas del primero (se trataría de un caso de concurso de leyes a resolver de conformidad con el art. 8.3.ª CP). El supuesto paradigmático es el de la persona que conduce un vehículo portando un cargamento de drogas en el maletero (delito contra la salud pública) y omite parar ante un control policial (delito de desobediencia); no castigamos al conductor por este nuevo delito al entender que su desaprobación ya está contenida en el delito principal.

Los supuestos de ocultación del cadáver de la víctima en los que se acaba causando una lesión postmortal no han quedado fuera de la proyección práctica de esta teoría. Una sentencia del 24 de octubre de 1989, en la que se planteaba la posibilidad de castigar por el delito del (hoy vigente) art. 526 CP al homicida que destruyó en una incineradora el cuerpo de su víctima, expuso con cierta ironía la idea general: «sería paradójico, cuando no risible, obligar al homicida a solicitar previamente de las autoridades sanitarias ese traslado [del cuerpo a la incineradora]». En iguales términos (menos jocosos) se pronunció la STS 6931/1992, de 18 de septiembre: «la simple ocultación del cuerpo del delito [es un] acto posterior impune donde el desvalor del acto primero conduce, y consume, el desvalor del acto posterior, porque no es dable exigir, en derecho, que el homicida que pretenda ocultar el “corpus delicti” para evitar la sanción penal acuda al Registro Civil [entiéndase, a informar de la muerte de la víctima], lo que supondría denunciarse a sí mismo». Entonces, la cuestión quedaría de la siguiente manera: si, para ocultar el cadáver de la víctima del delito de homicidio del que soy autor, causo algún acto de profanación, este debería quedar impune al entender que su desvalor está «contenido» en el juicio de desaprobación del propio homicidio. Pero, ¿será así siempre y en todos los casos? A los efectos de ocultar un cadáver para no autoincriminarme, ¿puedo cometer cualquier tipo de «atrocidad» sobre el cuerpo? La (mucho más reciente) STS 650/2021, de 20 de julio, establece algún que otro, pero a esta idea general. Transcribo un fragmento de la resolución:

«Puesto que en el delito de homicidio o asesinato no es infrecuente que los actos de ejecución se extiendan a la ocultación del cuerpo de la víctima, con la finalidad de facilitar la impunidad del responsable a partir de la ocultación de los vestigios o de las evidencias de su comisión, la Jurisprudencia de esta Sala ha proclamado que estos actos quedan integrados en la antijuridicidad del delito principal, salvo en aquellos supuestos en los que la actuación sobre el cuerpo del finado sea de tal entidad que pueda entenderse afectado el bien jurídico de manera sustancial y específica». 

En resumen: la posibilidad de que el tipo de homicidio abarque los actos realizados sobre el cadáver dependerá de si estos no «revelan una falta de respeto de tal entidad que desborda con mucho la antijuridicidad abarcada» por ese tipo penal «y las exigencias funcionales del autoencubrimiento». Ello ha dado pie a una casuística muy variada, donde la condena o absolución con respecto al delito del art. 526 CP depende, muchas veces, de la mayor o menor pericia del acusado. Ejemplos: la STS 650/2021, de 20 de julio, absuelve a quien enrolló el cuerpo de su víctima con un edredón y lo arrojó por un barranco, causándole heridas postmortales y quedando el cuerpo enganchado en una rama. En cambio, la STS 20/2016, de 26 de enero, ratifica la condena de una mujer que, intentando deshacerse del cadáver de su víctima, lo empezó a trocear y, tras cambiar de opinión, decidió quemarlo, introduciendo en el interior del cuerpo papeles de periódicos rociados con un líquido inflamable, causando quemaduras de tercer grado en todo el cadáver. De ello se deriva una especie de «enunciado deóntico» (muy frágil e impreciso) que, sin pompa ni circunstancia, rezaría: «puedes realizar aquellas acciones que sean necesarias para ocultar el cuerpo de tu víctima, aunque causen lesiones, pero sin pasarte».

2. Como decía más arriba, la ocultación del cadáver de la víctima también puede menoscabar la integridad moral de sus familiares y allegados, circunstancia a captar típicamente por el art. 173.1 CP. Aunque hay razones para obviar este tratamiento diferenciado (lo mantengo a efectos estrictamente expositivos), indicaba que, en estos casos, la intuición proyectada en la frase «todos haríamos lo mismo» obtiene su traducción jurídica con el derecho a la defensa y a la no autoincriminación. La idea es sencilla: si bien ocultar el cuerpo puede privar a los familiares de un elemento fundamental para superar el proceso de duelo, realizar la acción contraria (= informar sobre la ubicación del cadáver) vulneraría el derecho que todos tenemos a no declarar contra nosotros mismos. Entiéndase: carecería de sentido, a efectos de defensa, que negara mi participación en un homicidio a la vez que señalo dónde se encuentra el cuerpo de la víctima. A falta de una explicación plausible para esta disonancia narrativa, lo más razonable es que el juzgador interprete esta información como un indicio poderoso de que yo he participado de alguna manera en el crimen objeto de la investigación. Pero, como todo en Derecho, siempre hay excepciones. La sentencia del caso Marta del Castillo las precisó de forma muy clara (STS 62/2013, de 29 de enero). Veámoslo:

El autor de la muerte de Marta de Castillo informó, durante la instrucción y el juicio, sobre múltiples ubicaciones del paradero del cadáver de la víctima. Tal y como precisa la sentencia, el procesado abrió «erróneas líneas de investigación dirigidas a la búsqueda y hallazgo del cuerpo de Marta del Castillo» que no dieron ningún resultado y que provocó, «además de (…) una importante inversión humana, técnica y económica a sabiendas de su inutilidad», que se ahondara en el «padecimiento psíquico o moral de las víctimas del delito [el padre y la madre de Marta] fruto de las variaciones sucesivas del acusado sobre el destino del cadáver». Todo ello, considera la sentencia, constituyó un «incremento voluntario del dolor de los familiares de Marta, con la importante repercusión emocional en sus padres», resaltando las graves secuelas psicológicas que estos presentaban. Ante la posibilidad de «envolver» todas estas informaciones contradictorias y falsas en una «estrategia de defensa» amparada por el derecho a la no autoincriminación, el Tribunal Supremo deja las cosas muy claras: «no es aceptable sostener una regla absoluta según la cual en nombre del autoencubrimiento impune, como expresión extensiva del derecho de defensa, el autor pueda vulnerar la integridad moral de un tercero».

Sirvan las anteriores palabras para remarcar dos cosas. La primera: el Derecho reconoce, hasta cierto punto, que los seres humanos disponemos de un instinto de autoconservación y supervivencia. Ello permitiría relativizar la vigencia de determinados deberes jurídico-penales cuando su cumplimiento pudiera situarnos en la peligrosa tesitura de tener que elegir entre «cumplir con el Derecho o conservar indemne nuestra libertad». La segunda: todo tiene límites. Para el caso que nos ocupa, esta máxima se proyecta en forma de prohibición de aquellos actos que rebasen las fronteras funcionales de lo estrictamente necesario a efectos del ejercicio del derecho a al defensa y a la no autoincriminación. Para homicidas y asesinos: el Derecho entiende que ningún autor de un delito de estas características acudirá con el cadáver de la víctima a las autoridades (y si lo hace, le recompensará a través de la atenuante de confesión ex art. 21.4.ª CP). Es más, el Derecho llega hasta tal punto que comprende que estos mismos autores pueden llevar a cabo actos de profanación sobre el cuerpo a efectos de una ocultación que, colateralmente, también puede afectar la integridad moral de los familiares del finado. Sin embargo, toda tolerancia tiene nuevamente un límite: ni se pueden cometer actos de deslucimiento del cadáver que vayan más allá de lo estrictamente necesario para ocultar el cuerpo (según la jurisprudencia: descuartizarlo, sí; quemarlo con papeles de periódico introducidos en el interior, no); ni el (digamos a efectos retóricos) «derecho a ocultar el cadáver» implica que el presunto autor pueda decir o hacer lo que le venga en gana (según la jurisprudencia: callarse a la pregunta «¿dónde está el cuerpo?», sí; aportar multitud de pistas contradictorias, generando falsas expectativas en los familiares, no).

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Autor / Autora
Doctor en Derecho Penal. Ha realizado estancias de investigación en Albert-Ludwig-Universität Freiburg (Alemania) y ha sido profesor visitante en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y profesor colaborador en ESADE. Actualmente, es profesor lector de los Estudios de Derecho y Ciencia Política
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