La política de las intervenciones urbanísticas. Un binomio controvertido entre la rehabilitación urbana y el desarrollo de nuevos sectores

7 noviembre, 2016

Por Eduard J. Alvarez-Palau y Mireia Hernández Asensi

La gestión urbana es extremadamente compleja. Toda decisión, toda implementación, todo detalle deben ser analizados con suma cautela. Cada habitante debe ser considerado como un cliente potencial, y de su felicidad depende la valoración de la propia ciudad. Al fin y al cabo, son los impuestos de los contribuyentes los que pagan las mejoras de nuestras calles; y, no conviene olvidar tampoco, el salario de sus gestores. Es por ello que los políticos y técnicos municipales deberían actuar como garantes del buen manejo de los recursos disponibles y optimizar su asignación a tareas específicas que requiera la ciudad en cada momento.

Cierto es que existe un debate latente sobre las inversiones urbanas. Parte importante de la ciudadanía ejerce acciones lobísticas sobre las autoridades para acelerar ciertas inversiones. Otros grupos muestran claras discrepancias sobre la necesidad de incrementar el gasto público cuando no es totalmente imprescindible. Pero en la gestión de esta complejidad, y en la capacidad de las administraciones para implementar proyectos urbanos relevantes, reside la clave del buen gobierno. Al fin y al cabo, mantener la ciudad en buenas condiciones no es un lujo; debería ser un derecho más de los ciudadanos. El problema surge cuando la politización y mediatización de dichas actuaciones no permite separar la paja del trigo.

EL urbanismo puede ser, por tanto, considerado como un arma de doble filo. Aunque la prioridad de los técnicos y gestores municipales sea incrementar la calidad urbana y el nivel de vida de sus habitantes, las decisiones urbanísticas pueden estar condicionadas por muchos otros intereses. Promotores y empresarios ven en el proyecto urbano una herramienta brillante para hacer negocio. La legislación permite el crecimiento urbano mediante el desarrollo de nuevos sectores de actividad, pero apenas aporta soluciones para la degradación de centros históricos, la falta de mantenimiento de las calles o la estrangulación de ciertas infraestructuras por exceso de uso. Por ello, las solución más sencilla y económica consiste en ir proyectando nuevos trozos de ciudad independientes, sin lógica de continuidad entre barrios vecinos y dando más atención a la promoción inmobiliaria que al propio acabado de los elementos de urbanización superficial. No es casual pues que las ciudades españolas hayan experimentado un crecimiento exponencial en extensión de su trama urbana en los últimos 50 años.

El papel de los políticos en este sentido es fundamental. Ellos son quienes toman las decisiones, aprobando el Plan de Ordenación Urbanística Municipal y priorizando actuaciones durante su mandato. Sin poner en duda sus convicciones, muchos de ellos se encuentran ante una tesitura difícil. O bien invertir en mejorar la ciudad existente, o bien facilitar el desarrollo de un sector urbano.
Evidentemente, la segunda opción tiene mucha mayor proyección mediática; pero también es mucho más interesante en tanto que reto político y proyecto personal del equipo de gobierno. Es por ello que los nuevos proyectos urbanos acaban copando buena parte de las actuaciones.

Más allá del problema ambiental y de consumo de recursos, que no es menor, el desarrollo de nuevos sectores urbanos requiere de una compleja red de relaciones técnicas, institucionales y financieras. Arquitectos, ingenieros, abogados o economistas -sólo por citar algunas de las profesiones más implicadas- se han especializado durante años en este aspecto, convirtiéndolo en su modus vivendis.

Promotores asociados a entidades financieras u otros fondos de inversión han invertido grandes cantidades de dinero, obteniendo importantes beneficios de este proceso. Y las administraciones locales también salen beneficiadas de ello. Ante un modelo de financiación claramente deficitario, muchos ayuntamientos han visto en la promoción inmobiliaria su única fuente de financiación estable durante años. Evidentemente esto no es más que una imagen de la realidad. Realidad perversa, pero que emana de la propia legalidad vigente.

En este sentido, las dudas son muchas… ¿deberían ser las propias administraciones las que desarrollasen estos nuevos sectores urbanos? ¿no son éstas las que mejor conocen las necesidades urbanísticas y habitacionales, pudiendo limitar la expansión a lo estrictamente necesario? ¿podrían captar las plusvalías urbanas? O, incluso, ¿podrían utilizar estos recursos para rehabilitar y mejorar la ciudad existente?

Ciertamente el debate planteado es complejo. En primer lugar, porque el sector privado es mucho más ágil y tiene mayor acceso al crédito. Sus inversiones son consideradas como seguras, por lo que el riesgo asumido es relativamente bajo. Existe pues una demanda latente sobre el mercado. Sin embargo, sus intereses se limitan al sector en cuestión, y toda inversión se plantea únicamente si beneficia sus posibilidades de obtener réditos futuros. No hay por tanto trasvase de la plusvalía hacia la mejora de la ciudad existente. El sector público tampoco ofrece mejores expectativas. Es mucho más rígido y su capacidad de promoción es limitada. Su papel más habitual es como mero regulador del mercado urbanístico, vía Plan de Ordenación Urbanística y mediante la concesión de licencias. Pero existen también casos en que las administraciones han liderado proyectos excepcionales.

El Ayuntamiento de Barcelona, por ejemplo, supo aprovechar la inversión olímpica para mejorar la movilidad. Si bien existen opiniones muy dispares en relación a las intervenciones urbanas de la etapa olímpica, parece haber un consenso en relación a la construcción de las rondas de Barcelona, unas infraestructuras que aparentemente no eran imprescindibles para la viabilidad del gran proyecto olímpico pero que acabaron siendo claves para la transformación viaria de la ciudad (véase reflexiones de Oriol Bohigas, Jordi Borja, Mercè Tatjer y Josep Maria Montaner)>i. El éxito de estas nuevas infraestructuras residió en su planeamiento, en el que colaboraron casi un centenar de urbanistas, y
en la creación de un organismo específico para coordinar los proyectos. Se abandonó la rigidez de las normas de trazado, que por aquel entonces gobernaban los proyectos de carreteras, y se dio valor a los argumentos de composición urbanaii.

La falta de planeamiento probablemente es uno de los lastres que acompaña el urbanismo de los últimos años. Pese a que existen experiencias como la de Barcelona, donde la administración se puso en manos de un grupo de especialistas para discutir y decidir cuál debía ser el futuro urbano de la ciudad, aún continuamos observando cómo ayuntamientos poco tecnificados se atreven a construir ciudad
sin ni siquiera tener el conocimiento suficiente para ello. Y el resultado de ello son pedazos de ciudad desconectados, que poco tienen a ver con la trama urbana preexistente.

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Figura:
Ejemplo del legado de las olimpiadas en el frente marítimo de Barcelona. Fuente:
1997iii.


Existen varios ejemplos de este tipo de proyectos, pero por su extensión (cerca de 736 ha) y por la proximidad a una de las ciudades más importantes del territorio español, cabe mencionar el caso del PAU de Vallecas. Se trata de un proyecto urbano que podría catalogarse como el manual urbano de lo que no debe hacerse en una ciudadiv. Se trata de un proyecto de dimensiones desmesuradas, donde se perdió la escala humana, y cuyo resultado fue una pieza urbana carente de “ciudad”v. Fachadas de edificios que no tienen acceso directo a las calles; avenidas extremadamente anchas totalmente abandonadas, manzanas nuevas desconectadas de la antigua trama de la ciudad, etc. ¿Es esta la forma de hacer territorio que queremos?

Cómo se puede observar, el debate va mucho más allá del mero hecho de cómo proyectar un nuevo sector urbano. De lo que estamos hablando es de cómo gestionar los recursos públicos: deben priorizarse los nuevos sectores “estrella” con proyección o deben mejorarse los niveles de urbanización de la ciudad preexistente? El mantenimiento urbano comprende un conjunto interminable de actuaciones quirúrgicas: tapar agujeros en el asfalto, eliminar obstáculos de las aceras para hacerlas accesibles, adaptarse a los nuevos estándares de iluminación y eficiencia energética, garantizar los suministros de agua, electricidad y telecomunicaciones e, incluso, gestionar la recogida de aguas pluviales y basuras. Son actuaciones que podrían mejorar notablemente la calidad de vida de las personas, pero sin interés mediático algunovi. Cuando todas estas tareas se enmarcan dentro de un proyecto mayor y bien estructurado, como es el caso de los centros históricos y los elementos patrimoniales, dicha aproximación toma algo más relevancia, pero el alcance es limitado. En ReVivir el centro histórico, Fiori et al. (2013) explican interesantes experiencias de rehabilitación urbana en Barcelona, Quito, México DF y La Habanavii.

El segundo debate sería algo más complejo: Quién se beneficia de estas actuaciones? Y, por ende, quién debe tomar partido en su financiación? Es evidente que el mantenimiento urbano corresponde a la administración local; la que, con los recursos derivados de los impuestos, debe mantener en buenas condiciones. Pero… qué ocurre con los grandes proyectos urbanos? Obtiene la ciudadanía alguna
contrapartida de ellos? Deberían ser financiados desde la administración o deben dejarse en manos de los promotores? La respuesta a esta pregunta queda abierta, a merced de la opinión de cada uno. Lo que sí es evidente es que la administración debería tomar partido en el control de calidad de estos desarrollos para asegurar que en su implementación se garantizan unos niveles de servicio y unos acabados de calidad. En caso contrario, futuras reparaciones, adecuaciones infraestructurales y actuaciones de mantenimiento deberán ser financiadas entre todos.


 Notas

i Ver artículo de la Vanguardia “Luces y sombras de la herencia olímpica de Barcelona” (http://www.lavanguardia.com/vida/20120727/54330294870/luces-sombras-herencia-olimpica-barcelona.html).
ii Herce, M. (1992). “Las Infraestructuras de Transporte y la Transformación Metropolitana”.Ciudad y Territorio (93), pp. 53-63.

iii 1997: “Torres de la Vila Olímpica, Barcelona, Catalunya”. Publicada el 17/09/2006 en: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Vila_Olimpica_Torres_Barcelona.JPG

iv López de Lucio, R. (2016). “El Ecobulevar del PAU de Valecas, 1995-2015. Un caso paradigmáticos del fracaso del planeamiento y arquitectura”, conferencia en I Congreso de ISUF-H Forma Urbana. Pasado, Presente y Perspectivas.
v Marcinkoski, C. (2015): The City That Never Was. New York: Princeton Architectural Press.
vi Borja, J., y Muxi, Z. (2003). El espacio público: ciudad y ciudadanía. Barcelona: Electa.
vii Fiori, M.(2013). Revivir el centro histórico: Barcelona, La Habana, Ciudad de México y Quito. Ed. UOC. Colección Gestión de la Ciudad, 6.

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Autor / Autora
Profesora colaboradora en la asignatura Territorio, infraestructuras y servicios urbanos del Máster Universitario de Ciudad y Urbanismo. Ingeniera de Caminos, Canales y Puertos. Directora de proyectos en PCE Engenharia (Río de Janeiro).
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